FIDELIDAD, LEALTAD, POLÍTICA
Alicia: ¿De qué depende que una misma palabra pueda signiificar
distintas cosas?
Humpty Dumpty: Depende de quién tenga el Poder para hacerlo.
Alicia en el país de las Maravillas. Lewis Carrol (1865)
Por Mario López Tello
¡Pobrecitas las palabras!. Las tironeamos a cada una de ellas -de aquí para allá- obligándolas a decir distintas cosas. El Che Guevara hablaba de revolución y también Onganía y Menem usaban esa palabra para significar lo contrario. Libertad, clamaba Bolivar y la misma palabra usa Biolcati.
Claro que ellas (todas ellas) no son inocentes a esa manipulación. Tampoco podrían serlo. No existe idioma en el mundo que pueda evitar esa arbitrariedad que hace que una misma palabra designe distintas cosas. Y dentro de ese enredo cada uno de nosotros construimos nuestro propio discurso y tratamos de convencer a los demás de que es el más acertado, el único.
Pero ellas, como damas antojadizas, inclinan sus favores a quien más promesas de definirlas de una vez para siempre les ofrezca. Pretenden ser únicas, insuperables, ajenas a la competencia con las demás palabras. Y para ello se colocan en los labios del más elocuente o del más sabio, y –otras veces- en los del que más oyentes convocan esperando por ellas. Todas conviven en el Olimpo llamado Lenguaje, pero no pacíficamente –como tampoco lo era la convivencia en la Torre de Babel-.
Cada una trata de recortar el poder de las otras, de ser exclusiva, de no compartir su significado con las demás. Están en permanente lucha, siempre en espera de un árbitro que las legalice como Verbo, que las entronice como única expresión de aquello a lo que se refieren. Muchas de ellas –las más astutas- usan disfraces: son las que se prestan a ser usadas como metáforas (no ocultan su identidad, pero apartan con un empujón a la que debería ocupar ese lugar. Y además se visten de poéticas).
Pero centrémonos en apenas dos de ellas.
Lealtad tiene entre nosotros una lucha particular con su vecina, Fidelidad.
“Vos nombrás la relación de los animales con su amo, sos vecina de tu cuñada Acatamiento”, le dice Lealtad a su odiada contrincante. Y Fidelidad le contesta “Vos dependés de mí, porque no se puede ser leal sin antes ser fiel”
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Dejemos que estas palabras continúen su eterna disputa, y pisemos de una vez territorios más firmes. Porque aunque no lo sepan, ellas dependen de algo muy concreto que es exterior a sus ilusiones de autonomía y hegemonía excluyente. Pobrecitas: entre ellas y los significados a los que tratan indubitablemente de nombrar se interpone algo que interpreta y determina esa relación, y que es el contexto o cultura en que esa relación se establece. Sus diferencias no las fija el diccionario sino la época en que viven sus propios hablantes, sus verdaderos usuarios (a los que el diccionario trata de suplantar, cristalizando autoritariamente dicha relación).
Por eso no es posible hablar (con palabras -porque no podemos salir de esa encrucijada-) de Lealtad y de Fidelidad, sin tener en cuenta ese contexto que las obliga y condiciona, mal que les pese.
Y es esa realidad de la que ellas tratan de prescindir –cual vírgenes impolutas-, la que las convierte en instrumentos políticos. Porque su pretendida castidad disimula el precio que pagan a aquel que las usa e instrumenta a favor de sus íntimos propósitos.
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Imaginariamente –traspasando el espejo de Alicia- nos situamos ahora en el atrio de una iglesia luego de la misa. El sacerdote acaba de pronunciar –desde la jerarquía del púlpito- un encendido sermón en favor de la Familia. “Núcleo fundamental de la sociedad” dijo. “Bastión de la virtud y dique de las tentaciones”. “Resguardo de los fieles”, “Hogar de los honestos”. “Matriz de la vida”, insistió. Y a continuación hilvanó esas palabras con una intimidante condena a la despenalización de la interrupción del embarazo (aborto) y a la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo. Y agregó que “la Asignación por Hijo contribuye a relajar la cultura del trabajo y lleva a la indolencia a los jóvenes que así ven facilitado su disolvente acceso a la delincuencia y a las drogas”. Todas ellas calamidades que provienen del resquebrajamiento de “la Fe en Dios que nos debería guiar hacia el fortalecimiento de la Familia como límite infranqueable a las tentaciones del Maligno”.
En el atrio de la iglesia los fieles ponderan las palabras del sacerdote, y acuerdan en realizar una colecta para difundir sus palabras entre los habitantes de un barrio carenciado. Emplean bastante tiempo en decidir en qué Villa hacerlo, porque no conocen cuál de ellas es la más necesitada del Evangelio. Tampoco se ponen de acuerdo en cómo se habrá de distribuir el texto y quién lo hará. Finalmente concuerdan en entregar lo recaudado a la parroquia para que desde ahí se imprima y distribuya en muestra de caridad. Llegados a tan tranquilizadora y cristiana conclusión, cada uno vuelve a su casa.
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Continuando con nuestro viaje a través del espejo, nos vemos -ahora sí- en una Villa Miseria instalada a orillas del Riachuelo (del lado de Capital, más precisamente, cerca del Puente de la Noria). La Policía, el día anterior, acaba de tirar a un joven de 14 años –que además no sabía nadar- a la inmundicia de las aguas. Por supuesto se ahogó (o murió intoxicado antes, por la fetidez del río) . Era un pibe chorro, hijo de nadie, de esos que antes vivían con el pegamento colgado de las narices, y ahora con el paco destruyéndoles las tripas día a día. Juntaba el dinero para su cotidiano suicidio robando a punta de un revolver que no tenía, a los automovilistas en las avenidas de la ciudad.
El Padre Cacho, el cura del barrio, conversa con sus vecinos luego del hecho.
Y dice algo que desconcierta a los demás: “Debemos ser leales a ese chico” (en verdad ni él ni nadie conoce su nombre, si es que alguna vez lo tuvo).
Impactada por la muerte, una vecina propone que le construyan un altar que lo recuerde como a un mártir de la miseria, con lo cual muchos de los presentes están de acuerdo. Otro de los que ahí están reunidos dice “debemos ser fieles a su memoria, mantenerlo vivo con nuestras ofrendas en cada aniversario de su muerte.”
Y ahora el Padre Cacho –ensimismado en su dolor- murmura algo aún más desconcertante: ”yo dije leales, no fieles”.
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Nuevamente las dos palabras (fidelidad y lealtad) revuelcan su ira y su larga pendencia dentro del oscuro sarcófago del diccionario.
Fidelidad argumenta que su preeminencia existe a partir de valores que no deben ni pueden ser cuestionados: la Familia y la Caridad en este caso. Y que esos valores no están al arbitrio de quien quiera interpretarlos. En sí mismos son absolutos, independientemente de quien los enuncie. Es por eso que son merecedores de la Fe sin cuestionamiento posible.
Lealtad –por su parte- argumenta: “el chico del Riachuelo era un mal bicho que jodía a todos, caretas o vecinos. La Policía, en vez de ayudarlo en su previsible y triste calvario, lo mató. Pero no se lo puede reivindicar haciendo de él un santo venerable, la encarnación del Bien, pero tampoco del Mal.
Fue lo que hicimos o permitimos hacer de él. Y debiéramos ser leales –no a su fiel recuerdo- sino a lo que sabemos que podría haber impedido su desgracia. Y ser leales también con aquellos que intentan o proponen el camino para que ese calvario no se repita. Que no son dioses: son apenas seres de carne y hueso que merecen y necesitan de nuestra lealtad militante para seguir intentándolo.
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A esta altura de la disputa interviene una tercera palabra (que ya había sido presentada al pasar): la Política. Y dice con voz temerosa – dados sus malos antecedentes- y sin que nada le fuera preguntado: “Disculpen que me entrometa, pero creo que puedo servir de testigo en este entredicho. Porque serví a ambas”, e inclinó la cabeza en gesto de vergüenza.
Ante el silencio atónito de Lealtad y Fidelidad, la recién llegada agregó con modestia: “Estuve al servicio de la fidelidad cuando la Fe se encarnaba en San Dinero. Y también estuve disponible en los altares en que se endiosaba, bajo el manto de la Lealtad, a los que nos mostraron un camino pero sin darnos los medios ni las armas para recorrerlo”. Y ruborizada, hizo una corta y prudente pausa, luego de la cual continuó. “Yo fui en la dirección que ustedes me impusieron, y con las dos terminé inmolándome hasta llegar hasta este triste presente que vivo, sin saber cuál es mi real significado”
“Pero algo aprendí de mis desdichas –se entusiasmó-. Ahora estoy empezando a pensar que no existe enciclopedia alguna que me defina (¡tantas veces lo hicieron ante el silencio y la reverencia de sus lectores!). Ahora estoy empezando a saber que solo soy un camino, no una meta. Y que la dirección de ese camino no la defino ni aún gritando verdades que no son mías”, dijo ruborizada.
Y tomando ímpetu ante el silencio de las otras siguió: “La definen quienes se reconocen en ese andar, en la voz de quienes las gritan”.
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¡!Puff! dijo Alicia. Tantas aventuras y esfuerzos, para llegar a la conclusión de que detrás del espejo solo está esa Maravilla que somos nosotros mismos.